lunes, enero 29, 2007

La guagua aérea

Recientemente tuve la fortuna de visitar la hermosa isla de Borinquen y ser testigo de sus bellezas de nuevo, oler la salitre de sus mares, luego de muchísimo tiempo lejos de mi patria ancestral.

Ser boricua es ser parte de las olas que vienen y van. Ser boricua es ser diáspora, ir y venir, como las olas que acarician las arenas del Caribe. Tener ciudadanía americana y pasaporte americano es diluirse en una nación tan y tan diversa y que trata de ser tan democrática que baja todos los estándares de formalidad para que todo el mundo participe en su cultura. El resultado es una cultura de frivolidad, de superficialidad, donde las artes son urbanas y populares, una cultura donde incluso la televisión es 'reality television' porque la realidad es mas chocante y atrevida que las imaginaciones de los hombres.

Estados Unidos es una tierra cuya Diosa es la Señora Libertad, gloriosa, hermosa, arrogante y que no pide disculpas, lo cual perturba a los talibanes del tercer mundo. Es esa, no exagero ni miento (ni mucho menos me quejo), la glorificadísima Diosa americana, por mas que los gringos se canten cristianos.

Me siento americano. No estoy con esto diciendo que los Estados Unidos sea una utopía o perfecto o mejor que todos los demás países. Es mucho mejor que los países promedio, pero tiene muchos de los mismos problemas que todos los demás países tienen, en menor o mayor medida. Es solo otra nación. Nací en New York. Septiembre once partió mi alma, y he sido ciudadano de este país toda mi vida, por eso lo amo del mismo modo que si un brasileño ha vivido en Brasil la mayor parte de su vida, en alguna esquina de su alma y corazón (o, debo decir, 'seu coraçao') va a guardar cariño por esa tierra tan linda, esa tierra tan liberada de Brasil (que visité - estuve en Río hace mas de una década).

Viví gran parte de mi vida joven en Puerto Rico. Esta experiencia me hizo un híbrido cultural, hijo de ese vaivén al fín. De hecho, mi alma se expresa mucho mejor en castellano que en inglés.

Hasta que un joven, cansado, triste y esperanzado día de Octubre me monté en la guagua aérea, que ya es como un ave mítica que generación tras generación nos visita y se traga miles de los hijos de Borinquen y se los lleva a otras tierras extrañas al norte, donde laboran, y laboran, y laboran, y laboran, hasta que los callos en los dedos les explotan. Algunos realizan sus sueños, otros no. Muchos son tragados por aquella tierra y en ella mueren, peladas las llagas de su inocencia. Muchos olvidan los aguinaldos, olvidan el sabor del coquito, se olvidan de sus viejos, olvidan el acento de sus vecinos. A veces el alma me pesa. Aunque vivo agradecido, vivo aislado lejos de mi isla. Borinquen es como el pellejo y yo la uña.

Un prócer puertorriqueño ha dicho que sería boricua hasta en la luna, pero eso no es lo mismo que decir que sería fácil ser boricua en la luna. Tampoco es fácil ser boricua en la nieve. No es fácil ser boricua y escuchar a los anglosajones que opinan que si soy boricua, pertenezco a una ganga, o vendo drogas. Son estas las ideas absurdas que algunos norteamericanos entretienen en privado, y hasta proclaman en público en ocasiones. No es fácil ver como todos mis sobrinos en Puerto Rico son ahora bilingües, americanitos, y entender que sus hijos van a ser bilingües, que Puerto Rico quizá va a ser tragado en este vaivén como es tragado el salmón por el tiburón. No sería la primera islita caribeña en ser tragada. Pero sobre todo no es fácil volver a la isla y ver las canas en las cabezas de mis hermanos mayores, y ver a mis viejos enfermos, y pasar, como hice hace una semana en Utuado, por el camposanto, por las tumbas de mis ancestros. Cuanto los envidio, porque descansan en paz mientras que mis manos, llenas de callos, callan. Quisiera a veces gritar. El ave de metal que me trajo y me lleva periódicamente es impersonal, fría. No es cálida, como mi pueblo. Mis muertos están calientitos en aquellos montes boricuas, oyen el coquí en las noches, y saben quienes son aunque estén muertos y son solo nubes de memorias.

Quisiera pensar que soy Ganímede, o quizá Antinous, raptado por el ave mítica, por el águila calva, que me lleva a las alturas y hace conmigo lo que quiere pero que luego me da un nombre y un lugar en la historia. Pero soy solo otra presa, como las ratas, como las serpientes débiles que se arrastraban por los montes y quebradas que mis ancestros me dieron, sin saber a donde iba. Y vino el ave de metal y me agarró, porque estaba perdido, sin saber a donde iba, y me llevó.

Una parte de mi se quedó en aquellas arenas, en aquellos montes, en tantos brazos de una familia tan grande. Quedé roto, mis muchos yoes discutiendo en asamblea, menos claro en mi destino que antes, con las mismas esperanzas que antes.

¿Valió la pena? Seguramente he ganado madurez, y me costó la añoranza, pero como soy grande no me puedo quejar porque vine porque quise.

No quiero decir que quizá algún día retorne, aunque en secreto acaricio esa posibilidad, para no decepcionarme cuando tome decisiones en el futuro. Bástame con recordar, en el frío, el calor de mi sangre, la fuerza de mi tribu, que recoge en su vaivén remembranzas de aquí y de allá, y entre ellas forja identidades híbridas. Dudo que, en las garras del águila, terminemos libres. Quizá algún día, como Antinous, nos elevaremos al cielo por la fuerza moral de la sangre de nuestros mártires, héroes de otra patria, y tendremos una estrella en la constelación del águila.

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